viernes, 3 de febrero de 2012
El neomachismo en “tiempos de cólera”
Por Sonia Montecino
Dudé si titular esta columna “Aún tenemos patria (matria) ciudadanas”, pero decidí no hacerlo para motivar a una reflexión sobre las agitadas aguas que vivimos las mujeres en estos periodos de transformación social -que avizoramos y experimentamos- y de los cuales aún no hay interpretaciones que, al menos en mi caso, satisfagan la comprensión de la multiplicidad de elementos que en ellos eclosionan.
Nadie podría dudar que asistimos en Chile, como en otras partes del mundo, a lo que he llamado un “crujido”, a una suerte de agrietamiento en las estructuras, o en el “sistema” como se denomina eufemísticamente al modelo social de mercado que predomina y moldea el devenir mundial.
Desde una perspectiva de género no deja de ser relevante el comprobar que el neomachismo, en tanto postura y actitud que considera políticamente correcta la igualdad entre hombres y mujeres, pero que en la práctica no permite que ello suceda, se aprecia de manera nítida cuando vemos la realidad estadística y la cultural.
Las cifras de las desigualdades en el acceso al empleo, las brechas de sueldos, la escasa representación política de las mujeres, las diferencias al interior de éstas a la hora de escudriñar dónde están situadas las más pobres, las que pertenecen al mundo indígena, las migrantes, las adultas mayores, entre otras.
El panorama de los números es desolador, pero es aún más el que se relaciona con los mecanismos profundos que hacen que las transformaciones y luchas en pro de la igualdad entre hombres y mujeres no advenga con facilidad.
La historia demuestra que una vez conquistados ciertos derechos, las mujeres debemos seguir bregando por la aparición de nuevas inequidades, y ello tiene una causa no muy difícil de encontrar: se trata del hecho que los cambios en las estructuras simbólicas y psíquicas que constituyen la cultura, no mutan tan rápido como sí lo hacen las económicas y políticas.
Hemos insistido en demostrar que es, precisamente, en ese poderoso nivel en el cual se van construyendo los estereotipos, los modelos, las formas de socialización, las valoraciones y desvalorizaciones que impregnan la vida personal y social.
Las definiciones, significados y sentidos valóricos que construyen las relaciones de género son un núcleo potente desde el cual las sociedades van erigiendo los lugares, posiciones y condiciones de hombres y mujeres, y al mismo tiempo las vinculan con sistemas mayores de prestigio y poder.
Cuando un alcalde se refiere a la dirigente estudiantil Camila Vallejo como una “endemoniada”, cuando el propio presidente se permite hacer chistes sexistas y un columnista dominical de El Mercurio advierte sobre el peligro de P.M (el partido de las mujeres), alertando a los hombres, podemos darnos cuenta que estamos ya no frente a una escondida (“encapuchada”)fórmula del neomachismo, sino ante el rostro descubierto de una reacción conservadora –semi atávica- que devela los mecanismos culturales a los que nos referimos antes.
Ya lo dijo Freud, el inconsciente no tiene sentido del humor, y cuando las bromas se movilizan desde el ámbito de lo íntimo al político, las estructuras simbólicas emergen con toda su fuerza.
En el caso del “humor” presidencial al comparar políticos y mujeres, a lo que apunta es a la idea decimonónica y machista que una mujer que dice “sí” es una “puta”, no una “dama”, con todas las connotaciones que esa diferencia implica, y con toda la negatividad que supone la asertividad en una mujer.
Escuché en una mesa de almuerzo a dos connotados cientistas sociales repetir el chiste y reír a mandíbula batiente e imagino que lo mismo habrá ocurrido en otros segmentos profesionales.
No es que el humor no sea sano, sino que hay ciertos tipos cuya función es perpetuar estereotipos y discriminaciones.
Sigamos con Freud, lo que nos provoca risa es algo que nos angustia, que no podemos controlar sino exorcizando sus contenidos a través de la carcajada hilarante que nos permite su liberación. ¿Qué angustia es esta, masculinamente transversal?
La respuesta se puede convertir en otro chiste: la creciente presencia de las mujeres en el ámbito del conocimiento, de lo público, de la política, del arte y sus logros respecto a los derechos femeninos provocan una amenaza al orden de género, a los espacios tradicionales, y a las formas establecidas de vincularse hombres y mujeres.
De allí justamente es desde donde nace el neomachismo: de esa constatación que la humanidad avanza sin vacilaciones hacia el respeto a los derechos humanos y dentro de ellos a los de las mujeres.
Esa realidad no puede ser desmentida porque es producto de una historia colectiva de luchas y no del capricho individual, ni de la búsqueda de ganancias personales; no se puede estar contra ello a pesar que los antiguos resortes, sobre todo cuando no hay una elaboración intelectual sobre estas luchas, pugnan por negarla, reprimirla, ironizarla, invisibilizarla.
Sin duda que una joven como Vallejo puede ser construida en el imaginario como una endemoniada, en la medida que su carisma logra movilizar a muchas personas y por cierto, evoca –aunque de otro modo- el de Bachelet, convirtiéndose en la escena del espectáculo (que reina en nuestra cultura) en blanco de sentimientos, emociones diversas en la medida en que su ser mujer (su cuerpo) es lo que “aparece” como el primer reflejo.
Escuchamos con frecuencia este año en pasillos y reuniones decir a los hombres, jóvenes y viejos, sobre la dirigenta: “aunque sea comunista, es “rica”; “me rindo ante sus ojos”.
La belleza de la joven mujer “conmueve” y es lo que prima en el escenario de los medios, despertando simpatías, a veces adoración y en otros casos aversión: la belleza, ya sabemos puede llegar a ser monstruosa por lo insoportable.
El alcalde de marras moduló lo que muchos tenían en el inconsciente, el “embrujo” de la belleza se relaciona con el demonio. No debe extrañarnos que el mito de La Quintrala posea tanto arraigo en Chile: desde tiempos antiguos, libros, novelas, telenovelas y series se van sucediendo para mostrar una mujer con poder, linda y relacionada con el “mal” que oprime a quienes se rinden ante sus malas artes y hermosura.
Por cierto nadie destaca la inteligencia, los conocimientos y la asertividad de la Quintrala (ni de la joven Vallejo, que es vista como una ventrílocua del PC, alguien sin identidad propia y se discuta si su liderazgo proviene de algo más que de su belleza), no son esos atributos de importancia para las mujeres valoradas o tomadas en consideración solo en tanto prisioneras de un cuerpo canónicamente bello y único lugar desde donde se piensa emana su influencia.
Este “dispositivo” mental chileno ha queda este tiempo al desnudo, casi caricaturesca y perversamente desnudo; pero más allá de eso lo que nos mueve a reflexión es el hecho de cómo es posible encarar los profundos y ciegos mecanismos del sexismo tanto desde la perspectiva de las mujeres como de los hombres.
En el primer caso, echamos de menos en los liderazgos femeninos actuales una real conciencia de género, en el sentido de conocer la historia de la discriminación en sus más penetrantes consecuencias y en el riesgo que el cuerpo-mujer sea secuestrado por los modelos convencionales y aceptados por el mercado (que tiene su correlato en la política) que todo lo aprovecha y deshecha.
Sin esa conciencia y sin un horizonte claro en relación a la lucha por cambiar las desigualdades básicas entre hombres y mujeres, es muy fácil caer en la trampa de la “eficacia simbólica” del sistema. No basta por ello con ser mujer para tener esa conciencia de género.
Por otro lado, es necesario que los hombres conozcan las luchas que las mujeres hemos dado por construirnos en dignidad e igualdad, que se produzca una aceptación real de que tenemos que inventar una vida social equilibrada, inclusiva de las diferencias y que las brechas que existen no son inventos del “feminismo”, sino crudas realidades que, junto a otras, tendemos a “naturalizar”.
Llama también la atención que en la mayoría de las reivindicaciones que hemos escuchado este año, no se escucha la necesidad de una educación no sexista; sin duda que la lucha de los movimientos indígenas lograron –peleando, por cierto- que, al menos la palabra interculturalidad se pronunciara.
El trabajo del modelo ha sido muy bueno en cuanto a retroceder en materias que son amenazas a lo que podemos llamar un “liberalismo a la chilena”, que le interesa ser liberal en lo económico, pero no en lo cultural. Una de esas amenazas la constituyen los avances en términos de género.
Cuando pensé en el título “aún tenemos patria (matria) ciudadanas” fue cuando escuché que la ministra del Sernam acusó recibo del sexismo del presidente.Consuela saber que, al menos, en una autoridad femenina hubo una respuesta sensata y moderna ante los burdos comentarios del mandatario.
Sin duda las ciudadanías femeninas están tensionadas y vulneradas, así como otras, y que vivimos un momento de vuelta atrás de ciertos logros, pero ello no significa que no exista la instalación de una conciencia de que “el machismo mata”.
En tiempos de “cólera” salen los sentimientos guardados y reprimidos de todos(as), de quienes reproducen el conservadurismo y de quienes intentan transformar los viejos estilos.
Cada vez con mayor nitidez se observa que los liderazgos femeninos son complejos y provocan diversos miedos en todos los espectros de las tendencias políticas.
El neomachismo es una actitud y un modo de pensar ambiguo, es un juego de apariencias y doble estándar, pero hoy está “calato” como el rey, y reclama a la cofradía masculina para protegerse, como dice el columnista mercurial, del “partido de las mujeres” (el desacato de la ministra por cierto hace temer al establishment, pues hizo una crítica a su “jefe” que todos(as) sabemos justa).
Pero, ojo, el neomachismo no es sólo privativo de los hombres. Hemos dicho, sin cansarnos, que es preciso un cambio profundo que compete a ambos géneros y el primer paso es comprender que la cultura (una parte fundamental de ella es el lenguaje, con el que se cuentan chistes, se escribe y se habla) es clave a la hora de analizar el porqué de las desigualdades, es allí donde se tejen las imágenes sexistas, la violencia simbólica y las desvalorizaciones.
La expresión de esto se encuentra en los números –que tanto gustan a todos los sectores- que ponen de manifiesto nada más que lo que la cultura dibuja y graba a fuego: las posiciones y condiciones desiguales de hombres y mujeres en la vida social.
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