domingo, 6 de octubre de 2013

Cómo me convertí en víctima de una violación

Yo tenía 18 años y 4 meses, así que oficialmente ya era una mujer adulta. Eran las vacaciones de verano antes de comenzar la universidad y la independencia. Todos habíamos recibido nuestros resultados del nivel A y estábamos estudiando las diferentes universidades. Alguien del instituto dio una gran fiesta en un local de la iglesia, regalo de sus padres por sacar buenas notas en los exámenes del nivel A y por cumplir 18. Yo llevaba mi nuevo vestido de terciopelo azul, el cual me hacía pensar que me encontraba entre la gente más guay. Aquella noche, yo estaba hablando con una amiga cuando un chico se acercó y me besó. Digo “chico”, aunque supongo que quiero decir “hombre”; aún pensaba en los chicos del grupo como chicos (él tenía 19, por cierto). Sin previo aviso, sin ningún comentario de por medio, simplemente me agarró, me apretó contra si para que no pudiera moverme, metió su lengua en mi boca y me besó. Lo encontré repulsivo y chocante, aunque bohemio, emocionante y extravagante. No tenía ni idea de quién era este chico, no lo había visto nunca, supe inmediatamente que no me gustaba, pero ni se me pasó por la mente preguntarme su derecho a sobrepasar los límites establecidos. Era una fiesta. Se suponía que los hombres actuaban así, o eso creía yo. Habría quedado como una mojigata si me hubiera negado. Nadie me había dicho que solo los abusadores se comportan así, que los hombres que se sienten atraídos por ti -pero que no se sienten con derecho a propasarse- no te agarran de ese modo. Escapé riéndome con mi amiga, la cual estaba bastante flipada con el comportamiento del chico y, probablemente, por mi reacción: “Qué tío más raro”. Pero yo estaba muy nerviosa e inocentemente halagada por haberme liado con un tío tan pronto; significaba que un hombre se había fijado en mi, y para eso normalmente hace falta esforzarse, ¿verdad? O eso es lo que nos enseñan a las mujeres: a esforzarnos por conseguir la atención masculina. Significaba que podría estar en “ese” grupo el lunes por la mañana: el grupo de los que habían ligado el sábado por la noche. Nunca había estado en ese grupo antes, sentía que había llegado a la meta. Crecí en una familia en la que mi intimidad y privacidad nunca habían sido respetadas, así que no lo encontré tan intrusivo como mi amiga. Durante el resto de la fiesta, sin embargo, evité deliberadamente al chico en cuestión, porque aunque su comportamiento me había llevado al grupo de la gente guay, él no me gustaba y le encontraba bastante repulsivo, así que no quería repetir la experiencia del beso. En una ocasión le pillé mirándome intensamente, y no vi nada siniestro en ello. No tenía sospechas, nada de un sexto sentido, ningún sentido arácnido que me alertara de que ese hombre era un depredador sexual. ¿Cómo podía haber sospechado? Crecí en una sociedad en la que había un anuncio de “Impulso” en la tele: un hombre agarra a una mujer en una estación y le da un morreo, y nadie lo llama agresión sexual, todos dicen que “los hombres no pueden evitar actuar por Impulso“. Ese era el slogan. Así que cuando un hombre me hizo aquello en una fiesta, yo no pensé que era una agresión sexual: simplemente pensé que se trataba de un buitre poco atractivo que se comportaba como cualquier otro. Toda mi cultura me dice eso. Además, descubrí que era el hermano de alguien de mi clase, alguien que pensé que era honesto, alguien con quien me hubiera gustado enrrollarme en un momento dado, y pensé que ese tío había arruinado aquella posibilidad para mi aquella noche. Los hermanos de la gente están bien, no tienes que preocuparte por ellos. Me llevó años darme cuenta de que ese beso había sido una emboscada: me había elegido de ese modo para asegurarse de que, si en el futuro yo declaraba haber sido violada, él podría acudir a un montón de testigos que dijeran que habíamos estado besándonos en la fiesta. Así se aseguraba que saldría impune, porque como todo el mundo sabe, una vez que una mujer besa a un hombre, él tiene el derecho a penetrar su cuerpo tanto si ella quiere como si no. Más tarde, oi que había besado a otra chica del mismo modo. Así que nos tendió la trampa a las dos, aunque al final fue ella la que se salvó. Cuando unos cuantos de nosotros nos marchamos en un gran grupo para caminar hasta la parada de taxis, él estaba con nosotros. Mientras caminábamos, él se acercó a mi y comenzó a hablar. Le respondí por cortesía. Las mujeres son criadas para ser educadas, para responder a las tentativas de conversación de los hombres. Incluso si antes se han pasado de la raya, nosotras debemos ignorarlo y no darle más vueltas. Así que eso es lo que hice. Me comporté normalmente y hablé con él. Sin saber exactamente cómo ocurrió, me di cuenta de que estábamos quedándonos atrás con respecto al resto del grupo. Al principio no me preocupó. Estaban a la vista, solo que nosotros estábamos mucho más atrás. En un momento dado, yo dije algo al respecto e intenté alcanzarlos, pero él tiró de mi. Supongo que es en este momento cuando aquellos que culpan a la víctima dicen que debería haber gritado, pedido ayuda. Porque en ese momento debí haberme dado cuenta de que planeaba violarme. Pero no lo hice. Porque también me enseñaron que asumir que un hombre es un violador solo porque me está impidiendo hacer algo que claramente quiero hacer, es de histéricas o de feministas odia-hombres y con pelo en los sobacos, lo cual es algo Malo. Así que, una vez más, su comportamiento no me alarmó, lo percibí como normal. Los límites de las mujeres siempre son sobrepasados por los hombres y siempre se nos dice que si le damos demasiada importancia, somos irracionales, poco amigables, maleducadas, histéricas, difíciles: todo negativo. Así que si eres joven, nunca has sido violada -no sabes lo común que es- y das por sentado que se sobrepasarán tus límites, porque es lo que la sociedad te ha enseñado, entonces no sientes alarma. En mi caso, sentí fastidio, pero nada más. Cuando él tiró de mi, me llevó a un portal y comenzó a besarme. Yo me resigné a la idea de tener que morrearme con él un poco antes de conseguir un taxi, porque no se me ocurrió darle con la rodilla en las pelotas y correr gritando. Algunos dirán que debería haber hecho exactamente eso, a pesar de que, sin ningún género de dudas, habría sido acusada de ser una histérica exagerada. De cualquier modo, siendo él más grande y más fuerte que yo, aquello no era una opción. De vez en cuando, continuábamos caminando hasta que volvía a llevarme a otro portal y me besaba algo más. Poco a poco, íbamos llegando a la parada de taxis. Un portal resultó tener un pequeño callejón al lado. Antes de que pudiera darme cuenta, él estaba tirando de mí hacia el callejón, riendo de forma cómplice como si aquello fuera idea mía también. Incluso entonces, no me sentí amenazada. Incluso entonces, no pensaba que ese hombre fuera a violarme. ¿Por qué iba a hacerlo? Él era el hermano de alguien, no un violador en un callejón oscuro… ups. Hasta el momento en que me bajó las braguitas y senti su pene, no llegué a pensar que realmente me violaría. Incluso mientras entraba en mi, mi emoción principal era incredulidad. Simplemente no podía creer que estuviera pasando. Este tío asqueroso había conseguido, de algún modo, separarme de mis amigos y llevarme a un callejón. Y ahora me estaba violando. Y yo había cooperado, joder. No había montado un escándalo, había ido consintiéndolo todo, prácticamente le había dejado hacerlo. Sentí una total incredulidad. Y me sentí jodidamente estúpida. Como muchas víctimas de violación, me culpé a mi misma por no haberme dado cuenta de que era un violador y no haberme librado de su violación, en lugar de culparle a él por ser un violador. Me quedé allí tumbada esperando a que terminara, esperando que fuera rápido para poder irme a casa. Después, me preguntó si estaba bien y me pidió mi número de teléfono. Se lo di, demasiado anonadada para saber qué otra cosa hacer. Entonces me llevó a la parada de taxis “para que estuviera a salvo” (!!) y me dijo que me llamaría. Durante el camino a casa, pensé en si había sido violada o no, y como muchas víctimas de violación, me convencí a mi misma de que no. Me sentía como si lo fuera, pero me dije a mi misma lo que la sociedad me habría dicho: que era poco razonable sentirse así, que yo no había dicho que no, y si lo había dicho, no lo había dicho con la suficiente fuerza, con la suficiente agresividad. No había peleado por deshacerme de él, no me había resistido cuando me llevó hasta el callejón; no me había resistido en absoluto. Solo que sí me había resistido, aunque no de la forma que la sociedad define “resistencia”. La sociedad ha dejado a los violadores que definan lo que significa resistencia: gritar, llorar, arañar, empujar, patalear, morder, golpear. Yo no me resistí así. Mi resistencia fue escabullirme un poco, volver la cabeza cuando intentaba besarme, tratar de parar su mano bajo mis braguitas, empujarle inútilmente, decir que quería coger mi taxi… Todas las cosas que los hombres normales reconocen como una participación no muy entusiasta cuando se relacionan con una mujer, pero que ven como un “área gris” cuando hablan sobre violación. Los violadores se las han arreglado para que la sociedad crea que lo que yo hice fue consentir. Porque no me resistí del modo en que los violadores -y la sociedad- dicen que las mujeres deberían resistirse: han definido nuestra no-participación en consentimiento. No le traté como se supone que las mujeres tratan a los violadores, le traté como muchas mujeres tratan en realidad a los violadores: como un incordio que tiene que ser tolerado un ratito. Me han educado en que tienes que aguantar que los hombres te toquen cuando tú no quieres que lo hagan. La única vez que vi a una mujer reaccionar de forma furiosa a dicho comportamiento, todos se rieron de ella y comentaron lo desmesurado de la reacción, dado que él no había pretendido hacer nada malo. Así que yo asimilé el mensaje: que tratar como un violador a un hombre que está actuando como un violador es de ser una arpía histérica e irracional, y que pierdes credibilidad si lo haces. Así que me apliqué el cuento. Es lo que hacemos las mujeres. Y luego la sociedad nos dice que es culpa nuestra que nos hayan violado, porque no hicimos aquello por lo que nos llaman arpías histéricas. Cuando él se pasó de la raya, no actué como la arpía irracional de la que todo el mundo se rio, así que fue mi culpa que me violara. Además, había bebido un par de cervezas (aunque no estaba borracha), y llevaba un vestido ajustado de terciopelo azul. El mismo vestido que me marcó como parte del grupo guay, también me marcó como el tipo de mujer que no tiene derecho a denunciar una violación cuando ha sido violada. La policía simplemente me diría que había sido mi culpa. Mi amiga fue violada cuando tenía 14 años, y le dijeron que se marchara y que les dejara trabajar. Ella era una niña, y había sido arrastrada a un parque por un extraño, el clásico violador extraño, no alguien que es el hermano de alguien y que, por lo tanto, no puede ser un violador. E incluso entonces, no estaban ni remotamente interesados en atrapar al hombre que la violó. Así que supe que no había ninguna posibilidad de que estuvieran interesados en el caso de una adulta con un vestido de terciopelo azul. Incluso me sentía culpable por pensar que había sido violada. Como la mayorìa de nosotras, había asimilado la mentira de que hay millones de hombres inocentes afectados por falsas acusaciones de violación, con sus vidas arruinadas por mujeres histéricas y odia-hombres que imaginaron estúpidamente que habían sido violadas, o que mintieron deliberadamente por pura maldad. El horror de poder llegar a ser una de esas mujeres me hizo sentir pena por mi violador, y vergüenza por haber podido llegar a pensar algo así del pobre hombre. No tuve lástima por mi yo de 18 años, optimista, racional y honesta: la sociedad me había lavado el cerebro tan bien, que toda mi empatía era para él, ninguna para mi. Cuando me llamó dos días después para salir, dije que sí inmediatamente. Principalmente porque tenía miedo de que, si no salía con él entonces, le diría a todo el mundo lo fácil que era yo, tirándomelo en un callejón, pero también porque si salía con él y era su novia, aquello significaba que no había sido una violación. Todo iría bien y dejaría de sentirme como si no tuviera ningún control sobre mi y el sexo. Quería tener sexo con él de una forma normal: en una cama, conmigo teniendo alguna capacidad de decisión. Significaría que no me había violado. Haría que ese sábado por la noche fuese el principio de un romance, no lo que parecía ahora: un ataque a mi autonomía. Lo encontré absolutamente repulsivo y aburrido, y no podía esperar a alejarme de él. Pero salí con él durante 3 semanas para hacerlo parecer respetable y que todo encajara en mi cabeza. Solo entonces le dije que no estaba funcionando y que pensaba que deberíamos dejar de vernos. Cuando nos separamos, me besó, puso sus manos bajo mis braguitas otra vez, solo para demostrarme que podía hacerlo, y me dijo: “Pásalo genial en la universidad, y no te acuestes con alguien si no quieres hacerlo”. Cuando le dije que no lo haría, él dijo: “Ya lo has hecho”. No podía creer lo que me había dicho. Me estaba diciendo que era un violador. Que sabía que era un violador. Que mis 3 semanas de aburrimiento y mal sexo con él habían sido en vano. No fue que él hubiera estado algo borracho, que no hubiera notado que intentaba escaquearme, que no se diera cuenta de que no quería tener sexo con él: él sabía que no estaba en la “zona gris” del mito de la violación. Estaba tan alterada que mi respuesta inmediata fue negar lo que decía. “No lo he hecho. Nunca lo he hecho”. Él sonrió. “Sí, lo has hecho”. Tardé 20 años en darme cuenta de lo que estaba haciendo entonces. Estaba quitándome cualquier resquicio de control o dignidad que me quedara. No iba a dejarme aparentar que todo había sido un malentendido; quería que yo supiera lo que había hecho, que había salido impune con mi beneplácito y que no había nada que yo pudiera hacer. Tardé 20 años en enfrentarme a ello. En esos 20 años, mi respuesta inmediata a su violación fue una actitud fatalista hacia el sexo: me sentía totalmente incapaz de controlar la situación. Sentía miedo de decirle a un hombre que no quería tener sexo con él en ese momento, o justo en ese lugar, o así, porque no podía arriesgarme a que mis deseos fuesen ignorados de nuevo y encontrarme otra vez con que había sido forzada a practicar sexo. Eso sería la prueba de que yo era una de esas mujeres que estaban diseñadas para que los hombres las usaran y las explotaran, no como las mujeres normales. Así que mantuve muchas relaciones sexuales que no quería, con hombres que no me gustaban, que no me forzaron a ello pero que no se preocupaban mucho por si me apetecía o no, para demostrarme a mi misma que un polvo no era para tanto. Pasé por fases de celibato que duraron años, seguidas por fases de sexo-de-una-noche con hombres que no me interesaban para nada. En todo ese tiempo, solo una vez intente decirle a alguien que había sido violada. Dos amigas de la universidad. Lei un artículo sobre la violación que presentaba el revolucionario concepto de que los violadores no eran necesariamente hombres con pasamontañas y navajas en callejones oscuros, sino que eran simplemente hombres con los que tenías sexo sin tú quererlo. Esta revelación me sacudió de tal forma, que les conté a dos de mis amigas todo lo que me había ocurrido. Pero las dos me sugirieron que le escribiera una carta contándole cómo me sentía; su principal preocupación era que no lo llamara “violación”, porque obviamente no podía serlo. Como la mayoría de las mujeres, era más importante para ellas el proteger a un hombre que no conocían que reconocer la violación de una amiga. Aquello había sido un malentendido, nada más, y seguro que él querría confirmarme que no había querido parecer un “violador”. Seguro que entonces yo me sentiría mejor. No pensé en hacerlo, algo me dijo que a él le excitaría una carta así, así que lo dejé y nunca se lo conté a nadie más durante otros 20 años. Como la mayoría de las víctimas de violación, fui eficientemente silenciada. Lo que más me silenció fue el miedo a no ser creída. El saber que me preguntarían: “¿Pero por qué no gritaste?”, “¿Por qué le dejaste separarte de tus amigos?”, “¿Por qué no le dijiste que dejara de besarte y fuiste corriendo a coger un taxi?”, “¿Por qué le diste tu número de teléfono?”, “¿Por qué saliste con él después de eso, incluso acostándote con él?”, “¿Por qué no le contaste a tus amigas lo que te pasó?”. Todas las preguntas que yo me había hecho a mi misma durante un par de décadas. Incluso ahora que escribo esto, Tú, Querida Lectora, notarás el cuidado que he puesto en explicar mi comportamiento, para evitar las preguntas y las críticas y el escepticismo. Hacer lo que a las víctimas se les pide que hagan y lo que rara vez se le pide a un violador: que dé cuentas por su comportamiento, que explique por qué se convirtió en una víctima de violación. La explicación “porque tuve la mala suerte de conocer a un violador” no servirá, lo sé. La sociedad quiere culpar a la mujer por haber dado la posibilidad al hombre de tomar esa decisión, y normalmente lo consigue. Las víctimas de violación se culpan a si mismas por la decisión del violador de violarlas a ellas. Estoy harta de aceptar esa culpa. Yo no tuve la culpa. No hice nada para provocar que él me violara. Mi estupendo vestido de terciopelo azul no tuvo la culpa. El hecho de que me tomara dos cervezas no tuvo la culpa. Incluso mi infancia, con su incapacidad para inculcarme autoestima, no tiene la culpa. Que saliera con él después de aquello y mantuviese el llamado “sexo consentido” con él un par de veces no significa que no fuera una violación aquella primera vez. Que no me comportara del modo en que se supone que las víctimas de violación deben comportarse no significa que no fuera una violación. Que pasara dos o tres décadas siendo incapaz de contárselo a nadie por miedo a que no me creyeran no significa que no fuera una violación. Fue una violación, él es un violador y yo soy una superviviente de una violación. Y el hecho de que ninguno de los dos nos comportáramos de la forma en que la sociedad dice que violadores y violadas lo hacen, no significa que no fuera una violación. Simplemente significa que la sociedad tiene que dejar de malinformar al público acerca de lo que es una violación. Siguen vendiéndonos la versión de violación que los violadores han inventado: la que les permite continuar violando y saber que saldrán impunes. Seguimos inventando excusas para ellos, convenciendo a sus víctimas de que no tienen derecho a llamarlo por su nombre: violación. Durante años me culpé a mi misma por salir con él después de aquello, sabiendo que le odiaba y encontrándole repulsivo. Nunca pude entender porqué me había hecho eso a mi misma, porqué lo había visto tan necesario. ¿Por qué me castigué de esa forma? Me culpé por darle poder sobre mi, el poder de penetrar mi cuerpo otra vez cuando él sabía que yo no quería; el poder de pretender que él no era un violador porque su víctima había vuelto a por más. Ahora culpo a la sociedad por haber convencido a una adolescente inteligente y popular de que la única forma de compensar una violación era salir con su violador. Hace casi 30 años de aquello, y la sociedad sigue culpando a las mujeres por las violaciones, en lugar de culpar a los hombres. Mi hija se enfrenta a los mismos peligros a los que yo me enfrenté: un 25% de probabilidades de que sea violada o agredida sexualmente a lo largo de su vida. Si le ocurriese, como le ocurrió a su madre, no lo denunciaría (según las estadísticas, solo entre el 10-15% de las víctimas lo hacen). Si lo hiciese, solo tendría un 6% de probabilidades de ver a su violador declarado culpable en un juicio. En lo que respecta a la violación, las cosas no han cambiado mucho en las últimas tres décadas. Supongo que todo lo que yo puedo hacer por ella es educarla en que espere que sus límites sean respetados. Hacerla consciente de lo común que es la violación y decirle que, si es violada, no será por nada que ella diga o nada que lleve puesto, sino simplemente porque tuvo la mala suerte de conocer a un violador. Y para todas las chicas y mujeres de ahí fuera, todo lo que puedo hacer es contar mi propia experiencia y educar a mi hijo en que, si no está seguro de que una chica quiere seguir haciendo lo que sea que esté haciendo, tiene que preguntarle y respetar su respuesta. Porque, si no lo hace, entonces podría ser un violador. Y es que los violadores no suelen ser hombres terroríficos en callejones oscuros: son el hijo, hermano, padre, tío, primo, amigo, colega de alguien. En algún lugar, el hombre que me violó probablemente viva una vida normal y tenga una familia, como muchos otros violadores. Y probablemente sigue fingiendo que no es un violador, y la sociedad le apoya. Así es como me convertí en víctima de una violación. Gracias por leerme. Este texto es una traducción autorizada del post “How I became a rape victim”, en el blog Being Feminist. Agradecemos a su autora la oportunidad de publicar su historia en nuestra página. This text is an authorised translation from the post “How I became a rape victim”, in the blog Being Feminist. We are very grateful to the author for giving us the opportunity to publish her story in our site. Facebook: www.facebook.com/BeingFeminist Twitter: @being_feminist http://www.proyecto-kahlo.com/2012/10/como-me-converti-en-victima-de-una-violacion/ Traducción: Mines R.

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